18 de agosto de 2011

LUCIA





Lucia miraba su imagen en el espejo. Aquél día se levantó temprano, tenía una importante cita.
Despacio iba colocando el atuendo  invernal en su cuerpo. Mientras se preguntaba qué sería de ella después de aquél dia cuando volviese a mirar ese espejo.
 Todo había comenzado unos meses atrás. Un día de frio invierno, dónde comenzó a notar mientras se duchaba, un pequeño bulto en uno de sus pechos. No le dio, no quiso darle más importancia. Pero no podía obviarlo. Cada vez que acudía a su cita diaria con la ducha, allí estaba, callado y amenazador.
Se decidió a ir a un profesional después de mentalizarse que había que hacerlo sin remedio.
Tal como imaginaba, al término de las pruebas, el doctor le comunicaba la palabra que bailaba en su mente y que deseaba no oír nunca. Cancer.
Lucía entró en un carrusel. Su vida daba un giro. Había que tomar la decisión de luchar, vencer mejor que perder. La batalla sería dura. Había que prepararse para ello.
En parte, lo más duro, fue dejarse llevar.  Pensaba cómo aquél profesional le había explicado cómo actuaría. Y ella escuchó atentamente.
Es decir, pensaba. – Un extraño me cuenta cómo entrará en mi cuerpo, a corte de bisturí. Buscando esas malditas células que han crecido por su cuenta como invasoras de la normalidad. Encima tengo que agradecer cómo será saqueado algo tan importante y femenino como son mis pechos. Sin saber si cuando despierte de la agresión tan brutal, aún existirán en mi cuerpo.
Pasó por la fase de incredulidad , seguida de la fase en la que aceptaba una realidad aún tan difícil de enfrentar. Regado su espíritu por un miedo descomunal. Incertidumbre por su vida. No quería marcharse, era muy joven.
Cuando sus ojos dejaron de llorar  casi las veinticuatro horas del dia, comenzó a plantearse que no se iba a dejar vencer. Aquello estaba allí, había que atajarlo, la ayudarían buenos  profesionales, no estaría sola en su lucha. Y ella iba a poner toda la carne en el asador para ganar la batalla.
El camino hacia el hospital aquella mañana, se le hizo corto. Temía llegar, y a la vez, deseaba que todo hubiese pasado ya. El carrusel, había comenzado a dar vueltas. Era imparable ya.
Llegó con su equipaje de mano, el miedo en los ojos, la voz entrecortada a tomar posesión de lo que sería su habitación los próximos días. Todo se iba a reducir a esas cuatro paredes de una habitación de tres metros cuadrados.
La actuación del personal sanitario la tranquilizó un poco. Siguió sus instrucciones, eran amables y entre bromas la hacían sentir bienvenida. Se despojó de su ropa, casi se derrumba cuando se quitó el sujetador, lo miraba. No sabia si esa prenda la usaría nunca más. Guardó todo en su taquilla.
Su mente se atontó un poco al tomar un comprimido que le dieron para poder llevar algo mejor la ansiedad  que le producía pasar por aquel trance.
No supo con exactitud el tiempo que pasó. Un señor con uniforme verde le preguntaba su nombre y la reclamaba empujando su cama hacia el pasillo del hospital.
Fue empujada hacia un ascensor. Sabía que era el viaje más amargo de toda su vida. Llegó a un pasillo dónde sentía mucho frio. Sus dientes castañeaban. La espera fue corta ,enseguida salieron el médico cirujano que la iba a operar, el anestesista y el profesional de enfermería. Se presentaron tratando de tranquilizarla.
Lo último que recordó es aquella inmensa luz que la deslumbraba al mirarla, totalmente. Cerró los ojos, y su mente creyó que emprendía un viaje a un sitio de luz.
No  podía recordar dónde estaba. Fueron segundos de una desorientación brutal. Hasta que poco a poco, como quien sube por las paredes de un pozo, comenzó a tomar conciencia de qué había pasado hacía...cuantas horas?...
Aún no podía hablar, solo pensar. Sentía dolor en el pecho, imaginaba por la presión que unas vendas aprisionaban sus senos. Estaba viva, y eso era lo que importaba.
Paulatinamente fue abriendo los ojos y tomando conciencia del habitáculo donde se encontraba. Los sonidos de los monitores pululaban por sus oídos como extrañas alarmas.
Los profesionales  que se movían con rapidez  entre otras pacientes la hacía confiar en que nada pasaría. Se dio cuenta que el dolor salía en forma de quejidos de su garganta. Se acercaron a ella, la saludaron preguntando si le dolía.
Lucía pensó, -dolor? Es más que dolor!!! No hizo falta decir, enseguida calmaron aquello con algún analgésico potente porque comenzó a remitir esa sensación de tener algo clavado en su tórax.
Ya despierta del todo, oyó como iba a ser trasladada de nuevo a su habitación. El pequeño gran viaje de vuelta, comenzaba. Llegó de nuevo aquel señor vestido de verde que empujaría su cama. Todo estaba hecho. Había salido de cuidados intensivos viva. El resto comenzaría ahora...
Ya en su habitación se percató que era de noche al mirar por la ventana. Una noche sin día  había sido aquello para ella. Alejada de la realidad unas horas, había perdido la noción del tiempo.
Bajo el efecto de los calmantes, se volvió a dormir. Veia entre sueños a veces cómo entraba la enfermera a cambiar su frasco de suero. Por fin amaneció.
Los primeros rayos de la mañana le parecieron esperanzadores. Quería que así fuese.
Entrada la mañana, una enfermera le tomaba la temperatura, le ayudaba a levantarse para ir al baño y le cambiaba la ropa de la cama. Se percató que de su vendaje salía un delgado canelón que iba a una botella. Era un drenaje.
La enfermera de turno era muy dulce, se presentó a ella. –Hola Lucia, me llamo Pepa, cómo estás?. Se sintió protegida .
Más tarde la visita del médico. Estaba deseosa de verle y temerosa de preguntar. Pero lo haría. Tenia derecho a saber si su cuerpo había sido mutilado y la gravedad de aquél inmundo bulto.
Poco le dijo aquél dia. Solo animarla, decir una y otra vez que todo había ido bien.
Lucía pasó esos días en aquella habitación. La había memorizado hasta el último de sus rincones. Era consciente de la mancha en la pintura que había debajo de la ventana, de cómo sonaba el grifo del cuarto de baño, y del color algo desvencijado por el uso, de la taquilla o los sillones de acompañantes.
Su mundo se había reducido a esos tres metros cuadrados. Para sobrevivir no había necesitado más. Sólo el ánimo de aquellas enfermeras, sus bromas y buen humor hacían milagros sobre el suyo.
Por fin llegó el día en que se destapó la herida. Se debatía si mirar o no. Al principio no lo hizo. Al rato, fue inevitable.
En el lugar dónde unos días antes existía un maravilloso pecho, había solo una costura plana. El impacto fue tremendo.
Aquél dia no podía dejar de llorar. Ni todos los ánimos del mundo, le devolverían lo que había perdido.
Cuando llegó el dia de su alta médica, Lucía se resistía a dejar aquella habitación, se sentía segura allí con el personal que tan cariñosamente le había atendido y la serenidad que le transmitían.
Comenzó a vestir  la ropa con la que llegó, unos días antes al hospital, que ahora, le parecían lejanos. Y el médico vino a sentenciar lo que ella ya había visto al ver su herida.
-Lucia, tu pecho no lo he podido salvar, pero sí tu vida. Hay buenas prótesis hoy en dia, te lo reconstruiremos en cuanto se pueda, no te preocupes- Por lo demás, era  maligno, con unas sesiones de quimioterapia, creo que todo quedará solucionado. Claro que habrá que revisar muy de vez en cuando para no tener nuevas sorpresas.-
-Ah, bien, pensó Lucía, todo aquello se reducía a una desagradable sorpresa en la vida de aquél hombre-
Se fue a casa con aquél maltrecho equipaje. Y la cita para el tratamiento anunciado. Se tenía que enfrentar a un nuevo monstruo. La quimioterapia.
Evitó el espejo de su casa, días y días. Tapó el del cuarto de baño. No podía soportar verse reflejada en alguno de ellos. Le devolverían la imagen que la haría tambalear y aún le quedaba mucho por hacer.
Comenzó sus sesiones de quimioterapia. Aunque sus familiares la apoyaban y no la dejaban sola, ella se sentía tan sola en ésta lucha que es por eso que no los he mencionado antes. Esto era un duelo entre Lucia y la vida. Nadie más.
Su pelo, iba desapareciendo en pocos días. Cada vez que se peinaba, el peine se traía grandes mechones de su cabeza. Decidió ir a que se lo quitasen todo para evitar ésta tortura.
Su peluquero hizo el trabajo y le facilitó una prótesis de pelo muy parecido al suyo.
En casa, sólo usaba un pañuelo sobre su cabeza. Era muy duro verse a diario sin su preciado pelo. Amén de los vómitos que provocaba aquella medicación y el malestar general.
Lucía sentía cómo luchaba verdaderamente por una vida. Contra un enemigo tan peligroso que la hacía tambalear a diario.
Uno de los días que iba a su sesión de quimio, se había planteado que sería el  último. Iba a dar una tregua al enemigo, ella no podía más.
Aquella mañana, encontró a una mujer de ojos muy azules, que hablaba siempre con una sonrisa en los labios.  Le era familiar. Algo dicharachera, traía a los profesionales de cabeza con sus chistes y forma de hablar. Se sentó al lado de ella, mientras le administraban la medicación a las dos.
Lucía no quería hablar, pero era inevitable eludir a aquella mujer. Así fue como se fueron sincerando las dos mujeres dia tras dia. Lucía no dejó de ir a las sesiones, había encontrado una buena aliada en la misma batalla.
Surgió una gran amistad entre las dos. Aquella mujer era Pepa, la enfermera que había conocido en los días que estuvo ingresada en el hospital ,meses atrás.
Pepa le dio motivos para seguir creyendo en ella misma. Podría contra el enemigo. Ya casi estaba vencido. La fe se fue haciendo presente en su vida.
Pasaron las sesiones y su pelo comenzó a crecer. Vio cómo crecía más fuerte y bonito que antes y extrañamente, de un color distinto, era precioso. Pepa le contagiaba la alegría y el humor diariamente, inyecciones de fuerza, de poder y de fe.
Pasó un año. Sus revisiones fueron todas bien. No había rastro del  maligno. Su cita para reconstruir su cuerpo estaba cercana.
Llegó el dia de su nueva intervención. Más temerosa que la primera vez, volvió a entrar en quirófano. Pero el resultado fue otro distinto al retirar su vendaje.
Le habían devuelto su pecho. Aquél que el cáncer le arrebató en una pesada broma del destino. Tenía su pelo. Se encontraba bien, y lo mejor de todo, era una mujer totalmente distinta a la que había sido.
Era una superviviente. Muchos miedos cotidianos habían desaparecido. Su escala de valores era otra muy distinta.
Había luchado, había ganado y sabía vivir.  Se sentía más viva que nunca, saboreando cada segundo que respiraba.
Se fue por ropa nueva. Quería estrenar amaneceres, no dejar nada en un cajón guardado.

Decidió tomarse un tiempo de vacaciones bajo el  permiso médico. Viajó.
Estando a mitad de su viaje, dejó de recibir llamadas de Pepa, se extrañó. En cuanto llegase, era la primera visita que haría.
Pepa estaba en el hospital. Había tenido una recaída. No se movió de su lado. Le enseñaba ahora  lo que aprendió en otro tiempo gracias a ella.
Pepa no lo consiguió. Murió días más tarde de su mano en aquel hospital rodeada de sus compañeras y de su abrazo.
Pero Lucía vive y seguirá viviendo por las dos, muchos años.
Se lo debe a si misma y a Pepa.


AZAHARES

(concursando   XI EDICIÓN PREMIO VIDA Y SALUD DE RELATOS‏)









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